viernes, 23 de agosto de 2013

Alguien se acerca decidido a la entrada de la exposición temporal. No puedo distinguirlo bien porque me he dejado las gafas en la taquilla y hasta que no tenga un descanso no puedo ir a recogerlas. Lo único que a priori salta a la vista –qué irónico el lenguaje, a veces– es que lleva una bolsa de plástico con el catálogo de la exposición. Justo hoy, en la asignación de personal, han mencionado que no se podían entrar tampoco catálogos en el museo –aunque fueran adquiridos de nuestra propia tienda–. Así pues, solo puedo pensar en qué idioma deberé indicarle amablemente que vuelva, por favor, hacia atrás y deposite la bolsa en una de las taquillas.

Decido hacer tiempo mientras se aproxima jugando con las teclas del portátil que sirve para controlar las entradas. Como tengo la cabeza agachada no me doy cuenta de si está próximo o no. De repente, oigo una voz que me resulta familiar en exceso. Es una voz ronca, de hombre mayor, con un deje que revela mucha autoconfianza. Una voz que te sonríe juguetona a la vez que te habla. Sólo podía ser él.

Cuando ves a M. Molins te planteas siempre la misma pregunta y es ¿cuántas camisas blancas e impolutas debe tener este hombre en su armario? Respira un aire de dandy muy característico. Destaca por ser una persona de apariencia fuerte, con zapatos lustrosos que se pasean de izquierda a derecha del aula mientras articula un discurso artístico complejo y divaga, mucho. Se ayuda siempre de unas manos grandes y nudosas –y muy expresivas– que se mueven al ritmo de la palabra.

Este ex-presidente del MACBA tiene un tic lingüístico muy pronunciado. Menciona repetidamente: «Diguem-ne, en aquest sentit…». Y yo tengo la teoría de que cuanto menos se prepara el discurso que quiere transmitir, más veces lo reitera y lo acaba distorsionando hasta el extremo de llegar a decir algo tan parecido a un trabalenguas como: «Deixem d’això de dir».

El momento estelar en toda asignatura que imparte es cuando pone una imagen de El gran vidrio de Marcel Duchamp acompañada de un retrato del mismo. A parte de que rezuma admiración por todos los poros de su piel, te das cuenta de que la reencarnación existe y es cierta, la tienes delante tuyo. Creo que la mayoría de mis amigos universitarios han reído ante mi estupefacción y sorpresa cuando aparece la imagen en la pantalla.

Su potencialidad de discurso hace que en clase llegues a no saber si estás admirándolo a él o a la obra que presenta. A veces sientes hasta una suerte de orgullo de poder presenciar las clases crípticas de un hombre que se ve que ha pensado mucho sobre arte delante de unos cuantos cafés. Los momentos de encantamiento suelen verse interrumpidos por sus constantes bofetones en la cara cuando se le traba la lengua hablando. Con el tiempo, y con las distintas asignaturas, te das cuenta de que quizá el discurso es más carente de lo que aparenta en un comienzo, pero eso es otro tema distinto.

El señor M. Molins siempre muestra una lectura muy física y palpable del arte. De hecho, es el único docente que ha hecho una comparación entre arte y comida. Según él, si uno pone Camembert encima de una tostada sale un Otage de Jean Fautrier. Es imposible articular dudas en sus clases porque te quedas absorto escuchando e intentas procesar lo que dice. La realidad es que la mayoría de las veces consigues ser consciente de todo cuando ya ha finalizado la lección y te encuentras en pleno horario extraescolar –o, para el caso, extrauniversitario–. 

Siempre recordaré que empezó la asignatura de arte del siglo XX recitando un fragmento de La lentitud de Milan Kundera. Y, aunque ya he dicho que el elevado cripticismo de sus discursos hace que no veas que a veces camufla una vacuidad palpitante, cuando hace incisos sobre literatura mi mente siempre recrea una imagen particular, lo pienso a él contándoles cuentos a sus nietos.

De repente, mientras su cara refleja esa sonrisa picaresca, pronuncia un nombre que me saca de mi ensimismamiento: J. Jacques. Cuando la señorita Jacques está presente, M. Molins se arremanga la camisa con una elegancia innata. Ambos hacen un buen tándem. J. Jacques, en una clase compartida, mencionó lo que ha sido para mi, a posteriori, una máxima. Dijo que leer literatura nos hace más inteligentes para el arte. Realmente parecen dos ramas salidas del mismo árbol.

Les sonrío y, obviamente, sin que se note nada de lo que realmente pienso, les marco con sumo cuidado las dos invitaciones gratuitas, cómo no. Es lo que tiene.

jueves, 14 de marzo de 2013

Son las ocho de un jueves normal. Hoy abrimos hasta las nueve y media y me toca cubrir hasta el cierre del museo. Durante tres cuartos de hora tengo que supervisar toda la planta superior. Estos son momentos que te hacen ver un museo de una forma completamente distinta. Estoy completamente sola en la parte de la colección permanente así que puedo decir que, durante estos minutos, este lugar es un poco mío. El cansancio acumulado y el silencio hacen que sea cada vez más complicado disimular la nostalgia que siento y que de buena mañana, con el café, ya me ha atacado.

Un caballo de cartón. Ocho variantes diferentes de absenta al lado de un botellín de cacaolat y de siete tipos de té. Una lámpara de a loja do gato preto que me trae la sensación de un bonito dejà-vú. Un cartel francés de Absenta Terminus donde una mujer con un vestido azul cielo, guantes blancos y el típico recogido de mediados de siglo señala, sonrojada, la copa que lleva en su mano y le dice al que será su distinguido amante: «C’est mon peché mignon». La Absenta es uno de los lugares que me acogen en esas mañanas tempranas en las que paso unas cuantas horas en la productora de la calle de la Cera.

Esta mañana ha entrado un hombre portugués y hablaba de una forma que me ha hecho pensar en un mendigo que me habló en la rua Augusta, durante mi segundo viaje sola, cuando fui a Lisboa. Sonrío, me invade una sensación placentera al recordar mis aventuras solitarias por el mundo. La más reciente es, precisamente, la que más nostalgia me trae. Pienso en esa ciudad y en todas las ciudades que me han acogido y me han cambiado, y que no sé si lo han hecho tan bien como ésta última. Mientras el café me calentaba las manos remojadas por la lluvia y sintiendo ya como se agravaba esa nostalgia matutina, se me ha erizado la piel al recordar la hipnótica voz Najwa Nimri –o Leire– en el monólogo que protagoniza en la película Piedras (2002):


Lisboa es rara, Javier. Es una ciudad de la que tengo recuerdos de cosas que no he vivido, pero eso me hace ir despacito. Más tranquila, con dos dedos. Torpe, pero acertando en las letras que quiero dar. Estoy tranquila, por fin. Al menos ya no siento que me muero por dentro, eso es bueno ¿no? Tengo ganas, pequeñas, pero ganas de empezar otra vez y olvidarme de que esta o cualquier ciudad está tan triste como yo y notar que estoy cambiando, aunque solo sea un poco. Bueno si es mucho, mejor. ¿Has visto que egoístas nos volvemos cuando estamos solos? Espero que tu novio el médico tenga cura para el egoísmo. ¿Tú crees que nos enamoramos solo para no estar solos? (…) Espero que lo que tienes ahora sea lo que siempre deseaste tener. ¿Dónde irán lo sueños cuando no los conseguimos? Porque a algún sitio tienen que ir. Aunque creo que al final los sueños no son más que una excusa, pero una excusa muy gorda, una excusa para vivir. Por eso, a veces, también se convierten en la mirada nostálgica de aquello que nunca fuimos. (…) Deseo, deseo, deseo, deseo… quiero con todas mis fuerzas ser feliz. Y con eso hacer un poco felices también a los que me rodean. Eso es lo que siempre quise. Ay, qué bien Lisboa, Javier.
 
Y entonces vuelvo en sí. La consciencia me pilla in fraganti delante de la obra Mayo de 1968 (1968-1973), me maravilla y me continuará maravillando cuando deje de trabajar aquí. La nostalgia no siempre tiene que ser triste. Como cantaba Luis Ramiro en la canción Flor de invernadero: «soy feliz, triste feliz». Ay, qué bien…

lunes, 4 de marzo de 2013

Hoy llueve. Los cristales que envuelven por delante el patio del olivo se han empañado debido al calor que generamos dentro. Estamos a escasos cuarenta minutos de empezar a cerrar y no tengo la esperanza de que nadie cruce la línea imaginaria que indica que tengo que incorporarme y repetir mi pequeña interpretación: sonreír, coger con delicadeza la entrada, romperla por un lateral con cuidado y recordar, sutilmente, que en el interior no está permitido el uso de la cámara de fotografiar –no pictures o lo que sería lo mismo, pas de fotos–.

Me quedo absorta mirando cómo las luces del coche que Jaume Pitarch ha estrellado, con el nombre de «Nadala», se reflejan en el cristal de forma intermitente. Todo ello me lleva a una especie de trance que me trae un recuerdo de la noche reciente. Cubierta por el edredón y la manta roja de renos y copos de nieve me topé con un fragmento que me dio mucho que pensar. Chandra Mohan Jain, más conocido como Osho, hablaba de Dios con la siguiente elocuencia:

Friederich Nietzsche dice: «Dios ha muerto». Sin embargo, nadie le ha preguntado: «¿Quién lo ha matado?». Sólo hay dos posibilidades: o se ha suicidado o lo han asesinado. Dios no puede suicidarse; eso es imposible, porque Dios significa dicha. ¿Cómo puede suicidarse la dicha? Dios significa verdad. ¿Por qué se va a suicidar la verdad? En realidad, Dios significa eternidad, de ahí que sea imposible que se haya suicidado. Tienen que haberlo matado.

Fueron los sacerdotes. Todos los sacerdotes de todas las religiones han tomado parte en esta gran conspiración, han matado a Dios. Evidentemente, no pueden matar a un Dios real, pero pueden matar al Dios que ellos mismos han creado.
No sé en qué instante el ser humano toma consciencia de su religión. Lo que sí sé es cuándo llegó el mío. Recuerdo que hubo un día en el que pasee por una ciudad que parecía estar detenida en el tiempo. Me encontraba a trece kilómetros de la bulliciosa capital en la que me alojaba y a mil cuatrocientos metros de altitud. La Ciudad de los Devotos –según su traducción literal–, fundada en el año 889 d.C. por el rey Ananda Malla, presenció uno de los momentos más importantes del que ha sido mi recorrido hasta ahora: mi encuentro con la espiritualidad.

Todo ello no creo que esté ligado a sacerdotes u otros entes que manipulan la fe o su figura en pos de la creación de una empresa que lo es todo menos los valores que ellos mismos propugnan. Yo misma no sé si Dios ha muerto, pero sí he presenciado que la fe y la creencia no. Sea en una religión monoteísta, en una politeísta o en un recuerdo que llevas en la cartera para que te proteja: la fe no se ha extraviado.

Y mi último pensamiento se sucede antes de que llegue mi jefe con la bolsa negra de Massimo Dutti que contiene los mandos e instrucciones para cerrar las dos salas temporales. Pienso en algo que escribió también Osho, y que yo no podría haber dicho con mejores palabras: «nuestra divinidad no está perdida; simplemente nos hemos olvidado de quienes somos».

lunes, 28 de enero de 2013

Homo homini lupus est decía Plauto en Asinaria, una de sus piezas más emblemáticas. Estoy en la sala Joan Prats y no puedo sacármelo de la cabeza. Ando sin parar, camino siempre porque eso parece que da cuerda a mis pensamientos cuando estoy en un estado semejante. Cada día que pasa me doy cuenta de que Plauto tenía toda la razón: a veces nosotros mismos devenimos nuestro peor enemigo.
Hace unos días que intento, aunque sea una vez al día, pararme en este bucle en el que vivo –y en plural, vivimos– y reflexionar un poco. Estamos tan envueltos en esta vorágine que esta nuestra sociedad que no nos damos cuenta de nada, la mayoría de las cosas suceden a nuestro lado, se cuelan en el rabillo de nuestro ojo, y pasan, sin más pena ni más gloria. Yo misma ando sintiéndome últimamente de la misma forma. Cada vez que llego a casa, después de días y días de no parar, me invade una sensación semejante que no puedo describir en una sola palabra. Es como si dependiera de un reloj que me arrastra y que nunca tiene suficientes horas para mí.

Cuanto más rato ando entre las esculturas de la segunda sala de la colección permanente más lo pienso. Se necesita frenar para ser consciente. Tienes que pararte para darte cuenta de que vuelves a estar igual de dentro que siempre, pese a que no lo creas. Es como un centro que te absorbe hacia su interior aunque sea en contra de tu voluntad y del que, por suerte o por desgracia –y, por supuesto, no quiero parecer derrotista– cada día que pasa creo que es más imposible salir. Este sistema en el que vivimos es como un ave carroñera que nos va devorando poco a poco y acabamos, en definitiva, todos igual, con la misma sensación de tristeza y de algo que confundimos con el inconformismo perenne. Y con la misma huella física de un vacío interior que no se llena con nada.

Swami Prajnanpad decía que somos el producto de nuestro entorno. Por eso no podemos ver nada que esté fuera de nuestras costumbres y de las convenciones sociales de las que estamos impregnados. Si queremos ver más allá, menciona, debemos liberarnos antes de nuestra forma habitual de interpretar los hechos. Así, sea como sea todo lo que me envuelve, creo que hay pequeñas acciones diarias que pueden ayudar a mejorar todo lo que hay a nuestro alrededor, intentando vivir con más nobleza y un pelín más generosidad. No cuesta tanto si lo pensamos. La generosidad empieza por algo tan sencillo como puede ser sonreír a alguien desconocido y un regalo como éste, bajo mi humilde punto de vista, es lo más económico que se puede encontrar en estos tiempos de crisis.

En El gran Gatsby (1922), Francis Scott Fitzgerald –que vivió en los que fueron denominados «los felices años veinte»– acaba uno de sus majestuosos libros diciendo en boca de Nicholas Carraway: «Y así seguimos bogando, como botes contra la corriente, arrastrados incesantemente hacia el pasado». Nunca me gustaron mucho las corrientes fuertes que se llevan hasta tu propia y única esencia. Lo que eres de verdad. Así que, aún y mi estima –declarada y fehaciente– por la elevada óptica literaria de este gran escritor, testigo de una época que se movía entre el jazz y la ginebra, me declaro partidaria de una visión más ghandiana del asunto. Y es que cuánta razón tuvo éste al escribir: «Debemos negarnos a dejarnos llevar por la corriente. Un ser humano que se ahoga no puede salvar a otros». Entre las esculturas que son el paisaje de esta hora decido repartir sonrisas, uno de los flotadores más potentes y menos costosos.

sábado, 12 de enero de 2013

Sala K. Me acerco a las puertas de vidrio que dan entrada a la terraza. A través de ellas parece sentirse una libertad que ahora es inexistente. Salgo, admirando el cielo. El sol está escondiéndose detrás de los altos árboles que envuelven la Fundación. Mientras, en un cielo que va combinando los colores rosados y los azules, dos aviones se cruzan en el dejando atrás, paulatinamente, una franja de un color blanquecino que marca una señal en forma de cruz. Camino hacia el extremo opuesto a la puerta de entrada, situándome justo enfrente de una Barcelona que se me presenta minúscula, ínfima. Cuantas más veces la veo así, más consciente soy de que es una visión privilegiada de una ciudad que siento muy mía. En la distancia, aprecio lugares que luego, a pie de calle, se me aparecen a una escala mucho mayor. Todo se ve distinto con una perspectiva, incluso la Ciudad Condal. Momentos como estos me dan energía.

Cuando entro otra vez, ya que mi cuerpo está notando en demasía el frío exterior –y lo nota porque sólo llevo un jersey fino y un chaleco negro–, empiezo a pasear con una lentitud calculada. No hay más que dos personas en todo el tramo de salas en el que me toca pasar la siguiente hora. Llego hasta la última sala sabiendo qué voy a buscar. En las cuatro paredes que forman la última sala se encuentran, creo poder decir, las obras que más me emocionan del artista. Me sitúo delante de una y me invade una sensación de nostalgia. A través de la obra El ala de la alondra aureolada de azul de oro llega al corazón de la amapola adormilada sobre el prado engalanado de diamantes (1967), depositada en el museo gracias a Katsumata Katsuta, recuerdo a T. Camps. Sé que ella lo considera como el más grande –o uno de los más grandes– artistas que Cataluña nos ha regalado.

T. Camps es una mujer bajita, de pelo cano, con unos ojos claros desgastados de tantos años de curiosidad incesante. Tiene una forma de andar muy particular y es que parece que vaya dando pequeños saltitos mientras el resto del cuerpo se le mantiene impasible. Siempre –dentro o fuera del aula– lleva las gafas en una posición más inferior de lo que parece posible en un tabique nasal. Esta colocación de los anteojos hace que tenga una voz más nasal de la que normalmente tiene y a veces, entre eso y su rapidez en el habla, se hace ciertamente difícil de entenderla. Mujer con una inagotable mente despierta, libre, que muchas veces recuerda al ensimismamiento infantil por las cosas que envuelven la vida humana. Ese ensimismamiento tan propio me recuerda muchísimo a Miró. De hecho, Tortell Poltrona, en un fragmento de un video, menciona que el artista siempre le recordó «el ser niño» en la forma que tenía de mirar el mundo y en esa tremenda capacidad infantil de caerse y volverse a levantar, facultad que, como bien dice, cuando nos hacemos mayores vamos perdiendo progresivamente cuando aprendemos a mentir. Lo que más me gusta de T. Camps es que me recuerda a una pequeña exploradora que nunca sacia su sed de descubrir, parámetro con el que me siento profundamente identificada. Y en realidad cada vez más pienso que las cosas nos gustan porque nos autodefinen –tanto por cómo somos, así como por cómo querríamos ser–.

Es una profesora que, mientras hace crujir los múltiples anillos que sus dedos acarrean contra la mesa del proyector –manteniendo la tradición de las diapositivas que tanto le gustan–, acostumbra a espetar unas máximas de una profundidad y una experiencia desbordante, de esas que te dejan patidifuso y que crees que tienes que ir anotando para no olvidarlas nunca. Hoy mismo, mientras golpeaba al ritmo de su entusiasmo, ha sentenciado: «quien tenga la constancia de resistir, siempre con autocrítica, quedará». Gracias a esta gran mujer, porque lo cierto es que siempre va bien, en estos momentos de nihilismo total y expandido, que alguien con una vehemencia tan patente te recuerde que, en realidad, siempre hay esperanza. Como vaticina el refranero popular: «no hay atajo sin trabajo» o «quien trabaja con afán, pronto ganará su pan».

jueves, 3 de enero de 2013

Temporal 2. Me deslizo ligeramente por toda la superficie de la sala. Creo que en realidad no soy capaz de darme cuenta de nada de lo que ocurre a mi alrededor ya que estoy demasiado ensimismada en mis pensamientos. Acabo de tener un incidente no demasiado agradable con alguien que no forma parte de mi plantilla pero que aún así tengo que cruzarme todos los días –o casi todos– en el trabajo. La susodicha, sin razón aparente ha optado hace escasos diez minutos por reírse de mi, en mis propias narices. Es de ese tipo de personas que te hacen entrar en combustión de repente y sin quererlo con sólo mirarlas. Siento una rabia tan grande que en mi imaginación recreo la obra de Saburo Murakami que se expone al final de la sala usándola a ella como sujeto que atraviesa la pseudo-tela. Finalmente me doy cuenta de que ello no me lleva a ninguna parte y, cuando la adrenalina del genio se me ha bajado, me empieza a invadir una ola de tristeza. Me gustaría irme corriendo de aquí. Me gustaría encontrar un lugar semiescondido donde poder pasar desapercibida.

Después de un rato de paseos incesantes en los que realmente no creo ni que percibiese si alguien se está comiendo alguna de las obras expuestas, me viene algo a la mente. Una sensación como la que se te produce cuando tienes un sentimiento común con algo o alguien. Me acuerdo de Esther Greenwood, la protagonista de la única novela escrita por la poeta estadounidense Sylvia Plath –publicada en 1963 bajo el seudónico de Victoria Lucas–. Entre las páginas de esta novela en clave, Greenwood se encuentra en una situación parecida a la mía. En una de esas situaciones en las que, a posteriori, rememoras lo ocurrido y piensas en una brillante respuesta que deje al contrario anonadado, sin palabras. En su caso, el acompañante no es mi susodicha, obvio, sino Buddy Willard, un intento de amor que fracasa al fin. El asunto va de la siguiente forma:

—¿Sabes lo que es un poema, Esther?

— No, ¿qué es? – decía yo

— Un grano de polvo.

Entonces, cuando él comenzara a sonreír y a mostrarse orgulloso, yo diría:
— También lo son los cadáveres que cortas. También lo es la gente a la que crees curar. Son polvo como el polvo mismo es polvo. Calculo que un buen poema dura mucho más que cientos de esas gentes juntas.

Anonadado se hubiera quedado el señorito Willard con esta respuesta, tan sólo por la belleza que se esconde entre estas pocas palabras que pone Sylvia Plath en boca de la señorita Greenwood. Yo no sé si hubiera tenido, en el momento, la misma destreza que Esther con mi susodicha. Lo que, pensándolo a posteriori, sí le hubiera dicho, y, claro está, usando el polvo –u otros componentes de textura granulosa–, sería: «¡Y tú de qué te ries, que no tienes más que serrín en la cabeza!». Yo no sé cuánto dura un poema, Esther Greenwood, pero lo que sí estoy segura es que dura mucho más que el tiempo que le da la capacidad de raciocinio de mi susodicha. Que vivan los poemas y su larga vida, y la gran literatura que, aunque sea en mi cabeza, sigue callando las enormes estupideces.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Cruzo el patio del olivo. Siempre miro a la izquierda poniendo toda la atención de mi sentido auditivo para darme cuenta de las noticias que salen expandidas a través de la radio del coche que Pitarch ha colisionado contra el árbol. Cuando atravieso el jardín, la brisa del aire siempre me golpea la cara y, si llevo un jersey con punto gordo, noto como, lentamente, el frío va penetrando por los microscópicos agujeros que se crean por la forma en que ha sido tejido. Me siento semi-libre entre las cuatro paredes que me rodean, es una sensación un poco extraña. Me dirijo a la parte de detrás del mostrador, con el precioso tapiz a mi derecha.


Todos los visitantes suspiran anonadados cuando entran en la sala del tapiz y lo cierto es que les entiendo perfectamente. Es una obra impresionante como pocas que te produce una sensación abrumadora en la que notas el trabajo y la creatividad más juntos que nunca. Lo que pasa, por eso, es que cuando llevas unas cuantas horas con la susodicha obra pasas a otra fase. Yo ya estoy en ese siguiente estadio y –aunque es cierto que siempre, en cuanto entro en la sala, me siento asombrada por el maravilloso tapiz– he pasado a la etapa en la que me imagino sacándolo de la pared, tendiéndolo en el suelo y estirándome encima suyo mientras hago la croqueta por toda su extensión. ¡Eso sí que sería un disfrute físico del arte!


Es curioso verme a mi misma repasando un serie de temas a los que tengo que dar unas cuantas vueltas. Aunque suene bastante excéntrico, me reservo las horas de trabajo para pensar en determinados asuntos. Y no es espontáneo, no, lo programo con bastante antelación. Si me surge alguno de ellos durante el día, paro mi mente y recoloco el susodicho asunto en un cajoncito en el que pone después. Esto me recuerda a un fragmento de un video en el que aparece Tortell Poltrona que me emociona en especial. Él dice que guarda todos los recuerdos en una cajita dentro de su cabeza para recuperarlos cuando los necesite. En las horas del informador de salas sucede más o menos lo mismo, lo que pasa que la cajita se llena de otras muchas cosas que se deben hacer y no son materiales. Después de pensar, la mayoría de veces intento escribir lo que he estado pensando, aunque sólo tengo dos posibles horas para hacerlo. Me expreso, pues, –y a escondidas, claro– en las entradas blancas de la Fundación mientras estoy en el control de la colección permanente o temporal.


Comento todo esto para todo aquel que se pregunte qué hace un informador de salas durante tantas horas yendo de aquí para allá en una sala o plantado al lado de una esquina con mucha visibilidad. Pues eso, señores. Para un informador de salas, cualquier detalle aparentemente anodino es extraordinario. Yo misma me he visto, sin darme cuenta, calculando que mi pie mide un centímetro más que la baldosa sobre la que lo he apoyado. Lo peor de todo es que, después, he sonreído triunfante. Como si haber descifrado ese sustancial dato me diera un pellizco más de sabiduría.